jueves, agosto 01, 2013

Chúpate esa, Google

Metro: bienvenido a un mundo de oportunidades.
Microsoft anuncia haber oído las demandas de sus usuarios al devolver el botón de Inicio al escritorio de su nuevo Windows 8.1, mientras los usuarios responden que, en lugar de eso, ha vuelto a insultar su inteligencia.

Es posible que Microsoft muera antes de una década, pero no lo hará sin resistencia.



Las grandes compañías informáticas ya no tienen como objetivo proporcionar tecnología para el manejo de grandes cantidades de información; tampoco crear necesidades sin las que ya no podamos vivir y por las que luego debamos pagar; ni tan siquiera pretenden vender publicidad. Además de todo lo anterior, algunas tratan con denuevo de atesorar tanta información personal como sea posible para luego usarla o venderla para cosas tan inocentes como el diseño de campañas publicitarias... o tan oscuras como el espionaje masivo con fines políticos.

Cuando Microsoft comprendió que el campo de batalla del futuro no se encontraba en la sala de estar sino en el bolsillo —donde la gente lleva sus móviles... y sus carteras— abandonó Media Center y se lanzó a diseñar una interfaz en la que poder mezclar eficazmente todos los objetivos que desde el inicio de la era de la informática personal se había fijado.

Por un lado, una solución técnica estable, eficiente, segura y funcional por la que fuera razonable exigir el pago de una licencia, aunque no sea una solución del nivel de GNU/Linux. Por otro, algo capaz de crear adicción, una especie de sensación de estar conectado, de existir, de interactuar, a lo que luego nadie pueda renunciar, como Apple. Tampoco se pueden desaprovechar mil millones de miradas diarias de los sufridos usuarios cautivos de Windows para vender publicidad, al más puro estilo Amazon. Si todo funcionara bien, Microsoft podría hacerse con un trozo importante de la vida de miles de millones de personas y arrebatárselo a Facebook. Sus contactos, sus mensajes, sus intereses, todo capturado en servidores ocultos en remotos parajes, merced a una hábil combinación de estímulos y cebos, y donde información y propaganda sean indistinguibles entre sí.

A esta interfaz, la llamó Metro: una colorida marquesina de gruesos ladrillos de información diseñada para ser operada con un solo dedo, desde una estación de tren o un sofá, en la que ubicar una tienda al uso —como las tiendas de las que tanto presume la competencia— con la que tratar de estrangular el desarrollo independiente y acabar vendiendo películas. Todo muy intersticial, seguro y moderno.

Y vio Microsoft que Metro era buena, así que decidió que también lo era para la humanidad, y la incrustó a su flamante y ultrarrápido Windows 8 para hacerlo absolutamente ubicuo en oficinas, salas de estar, bolsillos y... cuartos de baño.

Poco importa que millones de personas que pasan más tiempo ante la pantalla de ordenador que con sus familias y sólo pretenden realizar su trabajo diario de la forma más rápida posible se vean forzados a pasar por una interfaz diseñada para pantallas táctiles —la tengan o no, lo deseen o no: El futuro son las pequeñas pantallas, y Microsoft no va a ceder. No lo ha hecho siquiera con la obsoleta cinta de herramientas Office con la que otrora pretendía forzar el uso de pantallas grandes y ratón —aunque ahora el clásico escritorio no sea más que un molesto apéndice de Metro.

Esta especie de esquizofrenia es la «experiencia de usuario» que Microsoft ha decidido imponer a sus clientes cautivos —esos que pagan por una licencia al comprar un ordenador o un móvil sin ser conscientes de ello ni tener opción alguna.

Ni siquiera las airadas demandas de algunos activistas exigiendo devolver la capacidad de arrancar directamente al escritorio sin pasar por Market Square han servido para que Microsoft altere su estrategia:

«Te obligaré a comprarme software obsoleto, ver la publicidad que te imponga y pagarme por hacer cosas triviales con tu información, que luego venderé.»

El viejo gigante de Redmond no ha dicho su última palabra.

¡Chúpate esa, Google!



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